Un señor paga una considerable suma de dinero para poder ver en un museo el famoso mingitorio de Duchamp, y luego va al baño del lugar y encuentra uno muy similar, quizás con alguna bolita de naftalina para convertir la meada en un desafío deportivo, pero nada más. En la tele muestran como un millonario gasta fortunas en un Pollock original, mientras un espectador mira el cuadro, relojea el enchastre que está haciendo su nena de dos años con las plasticolas de colores y dice "¿eh... qué onda?". ¿Por qué una trivialidad es considerada arte y la otra apenas si sirve para echar un pis o ensuciar la alfombra? Porque a diferencia de lo que opina Marta Minujín, no todo es arte. Todo puede ser arte, que es distinto. Pero para que esa metamorfosis se produzca hay que hacer algo al respecto.
Esto viene a la famosa "sobre gustos no hay nada escrito" con la que los defensores de músicos, digamos, polémicos abarajan todas las críticas. Es cierto que la subjetividad es importante en estos casos, pero no confundamos: existen parámetros objetivos y tangibles para valorar ("juzgar" suena feo) el arte en cualquiera de sus vertientes. ¿Y qué pasa si se los aplicamos a la obra de Ricardo Arjona, trovador careta y peste guatemalteca al que tantas veces nos referimos? Pasa lo que ya se imaginan.
Qué es y qué no es una letra digna puede variar de persona a persona de acuerdo a los gustos individuales, pero hay un parámetro objetivo que no se puede soslayar: la fórmula. Arjona tiene desarrollado un sistema de metáforas por contradicción que repite sistemáticamente a lo largo de muchas de sus canciones ("como alejarme de ti si estás tan lejos", "acompañame a estar solo", etc.) ya sea por falta de talento para evitar la reiteración o porque sabe qué funciona y punto. En cuanto los tópicos elegidos, sabe bien quién es su público (el taxista, el portero, la señora de las cuatro décadas) y lo retrata sin eludir los lugares comunes (al tachero se le suba una rubia al auto, el encargado le mira el culo a la vecina que no le da bola, la veterana está caliente y menopáusica). Y esto último no es menor: la mejor música es la que dice sin decir, para generar abstracción en el oyente y no entregar todo masticado (la que nos hace pensar, podríamos decir... y "pensar" no significa filosofar sobre cuestiones trascendentales: también implica imaginarnos una historia de amor, por ejemplo). Ahí pueden objetar: ¿Y qué onda con las letras directas de rock? Bueno, seguramente haya muchas pésimas, pero las buenas usan lo explícito con el fin de hacernos chocar contra algo, de ponernos en el medio de la cara una realidad. Los mismísimos Beatles grabaron "Hello Goodbye", una pavada con cinco palabras, pero lo hicieron en un contexto (el de los últimos 60) en el que para hacer rock había que sobrecargar todo, expresarse por demás hasta la grandilocuencia. Así, ellos tomaron una trivialidad y la hicieron arte para desafiar y desafiarse. "Hello Goodbye" es el mingitorio de Duchamp. "Dime que no" y tantas otras son el meadero roñoso del baño del museo tratando de ser vendido a dos millones de dólares.
Lo mismo con la música: a lo largo de su discografía se multiplican los arreglos extraídos directamente del manual del cantautor latinoamericano, con guitarras acústicas, pianos, coros y vientos tenues que, sin alborotar el gallinero, agreguen la cuota de dramatismo necesaria para que quienes no tengan el juicio crítico desarrollado para detectar la fórmula caigan en la trampa, compren el clima conmovedor y salgan pensando que vivieron una experiencia religiosa. Miro en mi discoteca el último de José Luis Perales, producido por Javier Limón, con unos climas jazzeros intimistas que ni les cuento, y se me hace más que claro quién es un artista y quién no, por más que no viva escuchando a Perales. Y también pienso en AC/DC, que viene grabando la misma canción desde hace 35 años, y esas ganas eternamente juveniles de atropellarnos que demuestran cada vez que sacan un disco empalidecen más y más los laureles monótonos de Ricardito.
A esto se reduce la línea entre la buena música y la mala música: a la intención creativa y la autenticidad. Un artista es una persona inquieta, que desafía sus propios límites y busca interpelar a su público con obras genuinas y frescas que no puede evitar sacarse de adentro ("Si no canto lo que siento me voy a morir por dentro"... Spinetta sí la tiene clara). Arjona, en cambio, encontró un filón y lo explota una y otra vez... y antes de saltar de nuevo con lo de los gustos, piénsenlo: las pruebas están a la vista, se las acabo de enumerar, sólo hay que darle play a sus canciones y parar la oreja.
En esto el guatemalteco se parece a esas bandas, digámosle barriales aunque a mí el mote no me cierre del todo como algo negativo, que saben bien que sus fans tienen un rango de atención muy limitado y cualquier cosa que salga de ese imaginario ("Y... yo escribo sobre minitas y vicios", me dijo un cantante que todos conocemos una vez) les valdrá el repudio por "caretas". Los seguidores "promedio" de Arjona regalan rosas y corazoncitos para San Valentín, leen a Coelho y miran novelas de la tarde o a Tinelli, y por ende quieren canciones sobre los problemas de la "gente común" (nótense las comillas) enumerados de la manera más trillada posible, para no andar molestándose con eso de la abstracción. ¿Qué hace él? Se las da como si trabajara en un mostrador, claro. Puede que lo haga a propósito, o puede que no sepa hacer otra cosa: en el peor de los casos es un ladrón, en el mejor un pésimo artista sin talento.
Autor: Diego Mancusi
Publicado: 17.06.2010
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