Veinticinco largos años me tomo. Y quizás, aun sigo sin ver
por completo.
Los ojos ciegos se olvidaron de cierta pequeñeces. Algunos detalles que hacen.
Realmente hacen y tienen importancia. Detalles les llaman algunos, yo les digo
cotidianeidad.
Repetición que cega de tanto circular de principio a fin. Un
paso consciente.
Un silencio de martes. El viento soplando en cañada. Las manos. El tiempo.
La gente, caminando las mismas calles, siempre de desigual modo.
No lo vi… no sé el porqué…solo que me perdí. Y que no lo pude ver.
Me extravié en una nebulosa que no distinguía entre el amarillo y el verde.
Siempre inmerso en el temor, quizás, de encontrarme, en realidad.
Pánico escénico, pero en la escena de la vida. Palidez ante una mirada.
Desasosiego ante cada paso.
Los pies cansados caminando sin rumbos, sin certezas…solo caminando.
Solo deambulando en la noche de la esta calurosa ciudad.
Tarde un cuarto siglo. Trescientos meses. Casi nueve mil días para aprender a
distinguir entre un amigo
…y el que solo sonríe condescendientemente. Tarde, pero fue temprano. Ya no soy un niño y aun así…creo. Tengo la fe suficiente
para seguir.
Camino arriba. Camino abajo. En el triunfo…y la tan conocida
derrota.
Y no es derrota por no jugar bien, sino por no jugar.
La necesidad de ese alguien que nunca encontré. Esa manzana que se fermentaba
dentro.
La compañía del acompañado, del veraz.
No en la falencia de tener que demostrar
todo.
Si no recapitularse en el camino del simplemente ser. Atinar en el encuentro.
Descubrirse en otro que es deseo y fantasía, siempre en una inquieta realidad
Esa persona que sabe que vos estas. Siempre estas.
Medio siglo, quizás me tome aprender a jugar este juego. Entender sus reglas. Y
sumergirme en él. Finalmente, aprender a entregarse; a creer, otra vez.
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