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El sinuoso camino hacia la victoria




El sinuoso camino hacia la victoria
Por Gabriel Puricelli La campaña por la reelección afronta una prueba que recién se dilucidará cuando se decida el último delegado al Colegio Electoral el 6 de noviembre.


“Nadie dijo que iba a ser fácil” pudo haber sido la frase elegida por Barack Obama para empezar su discurso de aceptación de la nominación del Partido Demócrata, en Charlotte, Carolina del Norte. Sin embargo, el presidente de Estados Unidos miró hacia adelante, sin ofrecer excusas por el pasado y les propuso a sus correligionarios transitar los próximos cuatro años por un camino “más difícil pero que lleva a un lugar mejor”. El final de la portentosa convención cuatrienal de los demócratas fue el principio del sprint que lleva a la elección presidencial del primer martes de noviembre y el discurso que la cerró fue el The End de tres días en los que la obsesiva coreografía y el estricto guión diseñado por los estrategas de campaña parecieron cumplir el propósito de despegar a Obama de su contrincante republicano Mitt Romney en las encuestas.
El partido de gobierno llegó con su circo al Sur, sofocado por el aliento en la nuca de los republicanos y ansioso por salir de la situación de empate técnico entre los dos contendientes en que estaba empantanada la campaña desde comienzos de año y se fue con la sensación de haberle encontrado la vuelta a una elección que amenazaba parecerse a la que perdió Jimmy Carter en 1980.
Republicanos y demócratas buscan que sus convenciones los provean de un “rebote” que los impulse hacia la meta. Cuando los republicanos dejaron Tampa, la última semana de agosto, sabían que el empujón que les diera una semana de predominio en el prime time televisivo tenía que ser suficiente para sobrevivir a la inundación de minutos de aire que tendrían sus rivales una semana después. Ese rebote no sólo se ahogó antes de ser percibido, sino que la Convención Demócrata replanteó con tanta fuerza los términos de la campaña que Romney y los suyos quedaron con las alforjas llenas de dólares para gastar pero con pocas ideas de cómo usarlos en una reacción convincente.
La magia demócrata surgió de una tarea partidaria colectiva, pero el que enarboló la varita fue el ex presidente Bill Clinton, que sacó de la galera un Obama inesperado. Su discurso, ubicado estratégicamente entre la apelación político-sentimental de Michelle Obama y la apoteosis del propio presidente, tuvo la solvencia y el carisma habituales, pero enfocados a desafiar lo que se había hecho sentido común entre la opinión pública y los propios demócratas: que los pasados cuatro años no habían estado a la altura de las mayúsculas que en 2008 adornaron a Esperanza y Cambio, las palabras clave de aquella campaña presidencial. Clinton no sólo convenció con su defensa de lo hecho por su sucesor y por los presidentes demócratas del último medio siglo, sino que le ahorró a éste tener que rendir cuentas de su gestión al día siguiente. Cuando terminó de hablar y nominó formalmente a Obama, éste se había sacado de encima el peso que le hubiera hecho más difícil ser también convincente al día siguiente, pero no con respecto al cuatrienio pasado, sino al que viene. La idea de una elección ganada, en la que no habían terminado de creer, asaltó las cabezas de los demócratas como una revelación.
Durante la convención, distintos discursos habían insinuado que los demócratas se aprestaban a abrazar como fortalezas algunas de las cuestiones que los republicanos les enrostraban como debilidades. Así, el neologismo “Obamacare”, que los gurúes de la derecha habían acuñado para demonizar la reforma del seguro de salud, se empezó a colar entre las palabras de los oradores, hasta que quedó claro que habían tomado la decisión de reivindicar el hecho más saliente (junto al retiro de las tropas de combate de Irak) de estos cuatro años y de hacerlo devolviendo el búmeran retórico del adversario.
Justo cuando los republicanos venían ganando el minuto a minuto de la recaudación de fondos y creían haber transformado en temas perdedores aquéllos que tenían la marca del Partido Demócrata, la convención de Charlotte provocó un vuelco que los comentaristas conservadores fueron los primeros en señalar. Pero donde los analistas tomaron nota, Romney hizo síntoma: se dejó retratar denigrando como irrecuperable al 47 por ciento de los votantes que aparecen dispuestos a votar a Obama pase lo que pase. El video con su discurso ante donantes privados, que viralizó la revista Mother Jones, es una pesadilla que persigue a los republicanos y que ha demorado aún más su reacción frente a la nueva dinámica de la campaña.
En cualquier caso, todos estos movimientos están lejos de ser terremotos de gran profundidad. La brutalidad de Romney refleja un hecho demoscópico inobjetable: dos porciones de más del 45 por ciento de los votantes inscriptos están inconmoviblemente decididos a votar por uno u otro candidato y lo han estado desde el inicio de la campaña. Eso deja sólo una franja de menos del diez por ciento a convencer. En realidad, son menos todavía: sólo importan los indecisos que viven en estados donde no se sabe si va a ganar un partido o el otro. En tanto EE.UU. elige su presidente tal como lo hizo la Argentina hasta 1989, en que, indirectamente, a través de un colegio electoral, lo que importa es sumar la mayor cantidad de delegados allí. Por eso, si hay indecisos en estados pobladísimos como California o Nueva York, no importa, porque allí no pueden sino ganar los demócratas. Otro tanto se puede decir, por ejemplo, de Texas para los republicanos.
Esta campaña terminó de consagrar el sesgo plutocrático de la democracia estadounidense, al autorizar la Corte Suprema a las corporaciones privadas a aportar a las campañas como si fueran individuos, eliminando todo límite a lo que los partidos pueden gastar. El poder de fuego acumulado por los republicanos merced a esas contribuciones privadas, y por los demócratas merced a una base de aportantes individuales mucho más amplia y popular, se traduce en un bombardeo constante de las retinas de los ciudadanos de Florida, Ohio, Virginia, Iowa y Colorado, mientras que en el resto del país la campaña compite por espacios de TV con avisos de pañales. En los estados que están “en la bolsa”, lo que cuenta es asegurarse de que los ciudadanos interrumpan su jornada laboral para ir efectivamente a votar.
El menú de temas de la campaña ha sido franciscanamente pobre. Más centrado en la ideología (más o menos Estado) que en políticas públicas específicas, se ha discutido poco más allá del “Obamacare”, de la continuación o no del estímulo estatal a la economía y de los recortes de impuestos de la época de George W. Bush que caducan y los nuevos que sus correligionarios quieren introducir. El debate sobre la política exterior ha sido más borroso aún, con los demócratas reivindicando su postura menos intervencionista de estos años, compensada con la doctrina de los “asesinatos selectivos” (el último aporte del país a hacer trizas el derecho internacional) y los republicanos abogando por una borrosa idea de reforzamiento de la supremacía con tintes aislacionistas.
Aun con viento a favor, el camino difícil de Obama afronta una prueba que sólo estará ganada cuando se decida el último delegado al Colegio Electoral el 6 de noviembre.

FUENTE:http://www.revistadebate.com.ar/2012/10/24/5808.php

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