Ciertos funcionamientos del cerebro y algunos déficit hormonales ayudan a explicar las razones de un malestar que contamina las relaciones interpersonales.
En estos tiempos que corren —difíciles, problemáticos, conflictivos— es común observar en muchas personas expresiones tensas, gestos rígidos y fácil tendencia a la irritación y a la cólera. Y es lógico entender este malhumor que muchas veces está producido por causas ajenas a ellas. Sin embargo, también muchas otras lo padecen aunque las cosas les vayan bien.
Disfrutar de estímulos agradables y evitar aquellos desagradables o peligrosos es una de las más básicas motivaciones del ser humano. La falta de esta capacidad de goce tiene un nombre específico: anhedonia.
El malhumor es un malestar subjetivo persistente y displacentero, que ocasiona inestabilidad en las relaciones interpersonales para quien lo padece ya que el temperamento se torna irascible de manera brusca y genera discusiones, respuestas impulsivas, agresivas o enérgicas.
En realidad, es precisamente eso: un padecimiento, ya que le impide a la persona obtener placer aun de las cosas más elementales. A veces, por ser muy hipersensibles, invierten sus energías en evitar situaciones que puedan ser problemáticas y viven en un tenso estado de alerta que excluye entonces, lógicamente, la capacidad de gozar. Otras veces, por un estado de falta de esperanza a que las cosas puedan salir bien, se instala un sentimiento de futilidad que lleva a un estado de frustración, ya que con dicha actitud es probable que las cosas salgan tan mal como se esperaba.
En otros, por ser muy perfeccionistas están centrados en una lucha interna entre el deber de rendir al máximo y la sensación de incapacidad de poder lograrlo. De ahí surge un clima interior de autorreproche, de sentimientos de inferioridad y de poca valoración personal.
De la insatisfacción, cualquiera sea su origen, surgen la decepción, el reproche y la hostilidad. Que se expresa en "ataques" de malhumor desencadenados muchas veces por motivos insignificantes. Dado que no son personas habitualmente violentas o agresivas, si no que por el contrario suelen ser correctas en su trato diario, esta conducta resulta con frecuencia incomprensible para quienes los conocen.
Como resultado, se produce un deterioro importante de sus relaciones afectivas, familiares y laborales. A su vez, las reacciones impredecibles e impulsivas hacen difícil para los demás el sentirse cómodos con ellos. Aunque sean sociables, la mayoría de sus conocidos se sienten sobre ascuas, esperando la aparición en cualquier momento de un gesto huraño o que se tornen obstinados o desconsiderados.
El placer resulta de un torrente de endorfinas y de dopamina que se vierten en un llamado circuito de recompensa cerebral, ante ciertos estímulos sensoriales —la visión de un ser querido, el escuchar música, por ejemplo— siendo la duración del goce acorde al tiempo que fluyen las mencionadas sustancias. Además, un centro cerebral llamado amígdala (responsable de generar emociones negativas tales como el enojo, el temor o la tristeza), tiene que estar en calma. Siempre que la amígdala se activa desaparece el placer.
Existen dos mecanismos posibles para que esto ocurra. Uno de ellos es que las señales desde la corteza cerebral hacia la amígdala sean demasiado débiles para frenar su actividad. En general, el control consciente sobre las emociones requiere esfuerzo, pues en ese sentido la arquitectura del cerebro favorece las emociones: las conexiones desde la amígdala hacia la corteza cerebral son más fuertes que las que van en sentido contrario.
Al poder pensar se logra inhibir la amígdala. Este es el motivo por el que tantas veces se aconseja mantener "la cabeza ocupada" cuando se está pasando un momento emocional difícil, pues al pensar la corteza cerebral logra que la amígdala "se apague". Esto explica también por qué la desocupación genera malhumor, entre otros daños psicoemocionales.
El otro mecanismo es que la deficiencia de la 5-hidroxitriptamina o la alteración en los niveles de varias hormonas producen un incremento de los impulsos nerviosos que "encienden" la amígdala, con el malestar consiguiente. Por ejemplo, en la mujer esto puede suceder antes de su menstruación o en la menopausia debido a que la disminución de los niveles de estrógenos ayuda a instalar un frecuente estado de malhumor. En el hombre, por el aumento de cortisol o de catecolaminas durante situaciones de estrés sucede algo semejante.
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